martes, 26 de mayo de 2015

Realidad



Qué es la realidad?.
Te explicaré según mi punto de vista, pero primero que dice la R.A.E. (Real Academia Española) acerca de la definición de ésta palabra; según la R.A.E. “realidad” es: "Existencia real y efectiva de algo - Verdad, lo que ocurre verdaderamente - Lo que es efectivo o tiene valor práctico, en contraposición con lo fantástico e ilusorio."
Les soy sincera con ustedes no me satisface esta definición de “realidad”, entonces qué es lo real. Si se recuerdan de la tan famosa película “Matrix” se recordaran de lo que dijo Morpheu que dijo: “¿Qué es "real"? ¿Cómo defines lo "real"? Si estás hablando de lo que puedes sentir, lo que puedes oler, lo que puedes saborear y ver, entonces lo real es simplemente señales eléctricas interpretadas por tu cerebro.” Es bastante interesante y también relevante, la verdad les digo y les afirmo que es real lo que dice Morpheu, te sorprenderá lo sé, porque muchas películas y digo todas resultan ser muy fantasiosas, pero en el caso de “Matrix” no, bueno en parte. Y volviendo a lo que es de nuestro interés, quiero destacar lo que dijo un famoso comediante Bill Hicks: “Toda la materia es meramente energía condensada a una vibración lenta. Somos todos una conciencia que se experimenta a sí misma subjetivamente. No hay tal cosa como la muerte. La vida es sólo un sueño. Y somos la imaginación de nosotros mismos.”

Bueno, a qué quiero llegar con esto, a que ustedes piensen Qué es la realidad? Por supuesto, muchos a través de lo que comenté anteriormente ya sabrán más o menos a lo que yo quiero explicar. La realidad nuestra realidad la que nosotros pensamos, es la realidad que dijo Morpheu, la realidad básicamente para nosotros es lo que percibimos a través de los 5 sentidos, que al percibir ésta información se convierten en señales eléctricas que llegan a nuestro cerebro en forma de imagen y otras formas, pero eso no quiere decir que la información eso que percibimos con nuestros 5 sentidos o lo que extraemos de a fuera, sea la que va ingresar a nuestro cerebro, realmente esa información ya se encuentra dentro de nuestro cerebro y a partir de como nosotros interpretemos o de como analicemos esa información, es lo que realmente va ser real para nosotros, a qué me refiero a que lo que está a fuera no va ser literalmente lo que tú estás pensando y es en ese momento donde tú creas tu propia realidad, entonces la realidad es la creación de nuestra interpretación, de nuestra propia percepción del mundo, así que tú eres el encargado de crear tu propia realidad, porque tú mente está capacitado a interpretar de la manera en que tú conciencia permita interpretar y de lo que esté bien para ti, porque eso depende muchísimo de como haz percibido el mundo durante toda tu vida.

Entonces cual es la verdadera realidad, la verdad ni la metafísica en sí lo sabe, pero me hago idea, tal vez la realidad la verdadera solo lo sabremos cuando nos desliguemos de esa “conciencia” que nos limita a toda costa a interpretar lo que realmente es, cuando nos desliguemos del materialismo y dejemos que nuestra mente sea libre de expresarse y de interpretar lo que realmente es y no ligarse a lo que nuestra conciencia piensa que está bien porque no nos conviene, pero ahora mi pregunta es: Cómo nos deshacemos de esa realidad falsa? Cómo ver aquella realidad verdadera? Tal vez esa realidad no se perciba a través de los 5 sentidos, tal vez si y tal vez no, quién sabe realmente son pensamientos míos tal vez sea como dije mi realidad. Algún día en el futuro el ser humano será capaz de saber y de percibir esa realidad que nos llevará a la verdadera existencia humana.
Hasta entonces creeremos en una realidad falsa o al menos hasta que el ser humano deje de ser materialista y se aborde al mundo Real y conocer por fin su verdadero mundo y la razón de su existencia.

Fin.


-       Kazu Rainz

miércoles, 13 de mayo de 2015

Sabes

Espeeero que les guste este pequeño poema, no es básicamente un poema bueno como aquellos de escritores ya con experiencia, la verdad se poco o la verdad nada en hacer poemas que tenga un molde para llamarlo "perfecto" pero bueno, si algo esta mal o no entienden algo comentan y les aclaro y sí tienen alguna idea para arreglarlo diganmelo que con gusto las recibo. En fin, lo que quiero es que sientan este poema como suyo, quiero que palpiten los sentimientos escondidos en cada palabra y exploren la verdad de este poema y más. Y bueno sin más que decir espero que les guste :D.


Sabes

Sabes, es el amor que siento por ti
la que me hace volar hasta el cielo y
caer en puntada hasta el suelo lastimándome
a mí mismo, por la ilusión de pensar
que tengo alas para alcanzarte.

Sabes, mi alma anda deambulando por las noches
buscando un amor que lo rescate,
sin darse cuenta que el único amor que
puede rescatarlo es el tuyo.

Sabes, antes no tenía idea de cómo hacer versos
y convertirlos en poemas de amor, 
pero cuando llegaste tú, mi corazón y
mis manos hicieron miles de poesías para ti.

Sabes, he imaginado tantas veces que te besaba,
y tantas veces esa fantasía me quito suspiros
que venían desde el fondo de mi alma,
aquellos que unos pocos los llaman besos perdidos.

Sabes, he contado los años en que mi corazón
clamaba tú nombre pensando que tú algún día
 lo escucharías y vendrías junto a mí.

Sabes, siempre que pienso en ti
aun si tú no estás mi corazón late
tan fuerte que es capaz de estallar.

Y Sabes, duele saber que sienta algo tan profundo
por una persona que no siente absolutamente nada por mi;
y sabes, que tengo consciencia de que tú amor
es algo imposible y que aun así tenga esperanzas de que
algún día tu vendrías a decirme que me amas.

Que masoquista soy la verdad,
 aquí sufriendo por un amor imposible y no correspondido,
y tú feliz sin tener ninguna idea de
este amor tan imposible y sublime;
 pero no te culpo de no haberte dicho yo
hace años lo que siente y grita mi corazón,
es mi culpa por ser un cobarde y tener miedo
 a que tú rechaces este gran amor.

Así que sabes…, prefiero morir con el secreto de este amor profundo
a que me rechace el amor de mi vida,
prefiero mirarte desde lejos y apreciar cada parte de ti,
de decirte tantas cosas bellas en poemas y pensamientos,
de besarte solo en mis sueños.
De amarte solo en secreto….
Y así guardarme desde muy dentro
 todo lo que por ti siento y lo que tú
nunca sabrás, para luego morir y nunca morir por que
mi alma contigo para siempre se quedará.
Y desde ese mismo instante,
mi alma siempre te amará en silencio hasta al más allá.
Sabes....

-          Kazu Rainz

martes, 5 de mayo de 2015

05/05/2015

Les quiero compartir un cuento hecho por un español llamado Rafael Barret que vivió aquí en mi país que es el Paraguay, escribió bellísimas cosas y me encantaría con este cuento embellecerlos a ustedes de mucha sabiduría.

Espero que les guste aquí va...


ALBERICO


Laguna Porá, junio de 1907

         Lo que me sucede es extraordinario. Lo contaré sin esperanza de que se me crea. Estoy en el caso de los inventores de genio que tuvieron la desdicha de ser los primeros en descubrir una verdad importante y fueron satirizados en consecuencia como embusteros o locos y perseguidos como perturbadores del orden social. Lo menos que puede acontecerme es caer en ridículo, con la desventaja de no deberlo al propio mérito, sino a la casualidad. Gracias a una casualidad extrema he sabido que hay otros hombres que nosotros. Pero la sencilla y auténtica narración de lo acaecido será más elocuente que cualquier comentario. He aquí los hechos:
         Una tarde en que, a causa quizá del repentino viento, nos encontramos libres de mosquitos, me propuse pasear a pie por los alrededores. De vuelta a casa, ya cercana la noche y desmayada la brisa, venía costeando un bosque misterioso, cuyo cimiento innumerable y retorcido salía de la tierra en el desorden de una desesperación paralizada. Los troncos, semejantes a gruesas raíces desnudas, multiplicaban sus miembros impacientes de asir, de enlazar, de estrangular; la vida era allí un laberinto inmóvil y terrible; las lianas infinitas bajaban del vasto follaje a envolver y, apretar y ahorcar con inextricables nudos los fustes gigantescos. Un vaho fúnebre subía del suelo empapado en savias acres, humedades detenidas y podredumbres devoradoras. Bajo la bóveda del ramaje sombrío se abrían concavidades glaciales de cueva donde el vago horror del crepúsculo adivina emboscada a la muerte, y tan sólo alguna flor del aire, suspendida en el vacío como un insecto maravilloso, sonreía al azar con la inocencia de sus cálices sonrosados.
         Impresionado y atento, vi de pronto oscilar los juncos a tres pasos delante de mí. ¿Víbora? Más bien sapo, pájaro herido... La oscilación era irregular y desorientada. Avancé, me incliné. Era un hombre: se había detenido al sentirse acosado.
         Un hombre de un palmo de altura. Llevaba una especie de manto. Era un viejo. Su calva, su barba gris, sus pies descalzos, la angustia de sus ojos enternecieron mi asombro. Aquello era un hombre. Era evidente que era un hombre, y esa evidencia me trastornaba.
         Absurdo que me entendiera, y sin embargo le hablé. Oí que de su garganta se desprendían sonidos débiles e incomprensibles. Alargué los brazos y noté que temblaba imperceptiblemente. Me agaché y lo agarré. Creí un momento que se desvanecía, porque sus párpados diminutos y pálidos se cerraron. Me lo metí con gran cuidado en el bolsillo y eché a andar absorto, casi estúpido. Traía a un viejo en el bolsillo. Evidente. No acertaba a pensar nada razonable.
         De cuando en cuando palpaba el bulto delicadamente. Un pequeño sobresalto, y se quedaba quieto. El viejecito no había intentado ninguna resistencia. Me ocurrió la idea de que era inteligente, y la realidad palpable y trascendental de la aventura me oprimió el corazón. Después recordé ejemplos de enanos famosos y el sistema japonés para conseguir árboles en maceta, y pasaron luego por mi imaginación fábulas de gnomos y de silfos, y comprendí que no había nada de eso, que aquel hombre era normal. ¿Normal? ¿Por qué no? Y mi espíritu por fin emergió del mar enloquecido en que se ahogaba. Recobré mi conciencia completa, mi presencia mental. ¿Por qué no? ¿Y si los anormales somos nosotros?
         Llegamos a casa, me encerré en mi cuarto, encendí la lámpara y coloqué al viejo liliputiense sobre la mesa. Hizo un gesto de espanto y de aversión a la luz, y se desplomó agotado. El chasquido de sus huesecillos contra la madera me conmovió hondamente. Corrí por un pañuelo de seda que me suelo poner al cuello y que doblé, y sobre el cual acosté al desgraciado, ovillándole de la misma pieza una almohadita. Le acomodé al lado de una cuchara en equilibrio, llena de leche. Entonces levantó las manos en ademán solemne de agradecimiento, de plegaria o de bendición: el manto se entreabrió, y un cuerpo flaco y liso, de tonos de marfil, apareció un instante. Tal vez se hubiera reído alguien de tanta miseria microscópica. Yo no tomé al viejecito por una caricatura de la humanidad, sino por la humanidad misma, y su actitud me pareció tan grandiosa y patética como si la hubiera contemplado en la estatua de un Dios.
         El hombre se tendió de largo a largo, y se quedó dormido. Le abrigué todavía y le examiné sin miedo a molestarle. El matiz de su piel era dorado, sus facciones finísimas, ligeramente asiáticas. Su pecho palpitaba suavemente, y yo, penetrado de ansiedad curiosa y de indefinible respeto, no me cansaba de mirar las órbitas donde se recortaba un doble círculo de preñadas tinieblas, y la frente, brillante y menudísima cúpula, bajo la cual habitaba la inmensidad del pensamiento.
         Han transcurrido diez días. Alberico y yo somos amigos. He hecho mal en llamarle así, pues no le mueven ambiciones por el estilo de las nuestras; no busca el oro ni forja espadas; mas no me animé a quitarle este nombre ameno. A Alberico le sienta bien la leche. Cuando me enteré de que era vegetariano, añadí al menú una almendra partida o un pedacito de naranja. Sus demás necesidades no son fastidiosas. Vive sobre mi mesa, y conversamos mucho. El medio principal de entendernos consiste en una hoja de papel blanco, Alberico empuña un trozo de mina de lápiz, y empieza la charla, interminable, secreta. Yo bajo sigilosamente la voz, él la alza un poco, y nadie sospecha nada.
         Quise al principio aprender su lenguaje, pero no tardé en darme cuenta de que Alberico es incomparablemente más listo que yo. Él fue quien aprendió con velocidad vertiginosa las tres cuartas partes de nuestro vocabulario usual. Sin duda, lo debe al prodigio de su memoria fonética; no obstante, nuestro recurso decisivo está en las figuras. Alberico dibuja con precisión y rapidez que aturden, a pesar de esforzarse en agrandar los diagramas para facilitarme su lectura. Esta gimnasia no le fatiga demasiado. Él se lo hace todo. Pinta y explica, interroga; contesto y jamás olvida. Me brinda el camino para ir hasta él; en efecto, no le costaría comunicárseme con la sola ayuda del lápiz. La expresión de cuanto retrata admira. Vacilo en calificarlo de arte, porque los diseños, con su intensa expresión y todo, no son sintéticos, sino analíticos. Sugieren conceptos abstractos a la vez que escenas vivas. Las imágenes de Alberico son signos, metáforas, razonamientos. Filosofa bosquejando objetos y paisajes familiares. ¿Cómo entrar en psicologías sin reproducir la colección preciosa que guardo en mis cajones? Agregaré solamente que el idioma de Alberico es de una variedad suntuosa y musical, inspirada y continua; induzco que las formas estéticas, para nosotros excepcionales y desprovistas de contenido ideológico universal, sirven a Alberico y a los de su raza como vehículo de ideas puras y de sensaciones plásticas a un tiempo.
         ¿Qué me ha dicho Alberico? Tales cosas, que voy creyendo que el enano soy yo, y el gigante, él. Desde que mi alma está en contacto con la suya, el mundo se ha ensanchado y embellecido. Pero es largo de contar. Comenzaré en la carta próxima.

         Laguna Porá, julio de 1907

         Cualquiera que entrara en mi cuarto (forzando las puertas) cuando conferencio con Alberico, se asombraría primero y se echaría a reír después, al verme sentado a la mesa ante un viejecito que si se empina sobre ella no alcanza a mi hombro. Alberico tiene exactamente, según he verificado, dieciséis centímetros de talla. Al iniciar nuestras conversaciones, siento lo cómico del espectáculo, pero bastan algunos momentos de comunicación espiritual para desvanecer todo efecto equívoco. Alberico empieza en seguida a crecer, y yo a comprender una vez más que las cosas son pura apariencia, y el universo inmensa máscara. La inteligencia soberana del hombre diminuto se apodera de mí, y bebo en aquella fuente imperceptible realidades nuevas, capaces de refrescar el marchito jardín del mundo.
         En una carta anterior di mediana cuenta de cómo nos entendemos. Puedo asegurar que mi lenguaje viene a ser un caso particular del lenguaje enorme, musical y pictórico de Alberico. Pocas sesiones le bastarán a él para enterarse de nuestra pobre civilización, mientras que yo no conseguiré nunca apreciar la profunda y complicada vida de mi amigo y de sus congéneres. Reduciré a la forma vulgar los diálogos gráfico-fonéticos que hemos sostenido hasta la fecha, y los que sostengamos. Abrigo el dulce proyecto de guardar a Alberico a mi lado, y de oír y recoger su opinión sobre las actualidades morales y políticas. Entretanto, he satisfecho parte de mi curiosidad acerca de los a-imdlis. Me atrevo a significar de este modo la raza a que Alberico pertenece. No es que él la haya llamado así; creo que los a-imdlis no tiranizan las palabras, imponiéndolas forma fija, y haciéndolas corresponder siempre a los mismos objetos; quizá no conciben objetos invariables. Para comodidad del lector usaré de esas tres melodiosas sílabas que semejantes a un leit motiv wagneriano, vuelven a los labios de Alberico cuando se ocupa de sus compañeros. Confieso, a mayor humillación mía y de ustedes, que mi huésped no se manifestó tan impaciente de conocer nuestras costumbres como yo de conocer las suyas.
         Yo. - ¿...?
         Alberico. - Los hombres son numerosos cual las hojas de una selva; los a-imdlis son menos numerosos que las hojas de un árbol. Viven de frutas y raíces; se guarecen bajo tierra; van desnudos. A veces se abrigan con un manto sutil, que toman al olvidado telar de algún insecto.
         (Observo el manto de Alberico, y compruebo que parece obra de arañas).
         Yo. -¿No trabajáis? ¿No explotáis ninguna industria? ¿No construís nada? ¿No poseéis máquinas?
         Alberico. -¡Ahora no! En una época remotísima cuando los aimdlis eran unos salvajes, tenían máquinas e industrias. Llegaron a dominar el globo y a transportarse a los planetas más próximos. Los seres que encontraron allí eran en tal extremo extraños, que no fue posible tender un puente hasta sus almas, y los a-imdlis, penetrados de nostalgia y desesperación, tornaron a su patria. Fueron necesarios colosales lapsos para que descubrieran que las máquinas los disminuían, invistiéndolos de un poder falso; descubrieron al fin que sólo conquistaban lo que era inferior a ellos mismos, y que urgía restablecer las energías interiores, únicas esenciales.
         Yo. - ¿Lo ejecutaron así?
         Alberico. - No todos. Una pequeña porción persistió en el estado bárbaro, conservando sus máquinas.
         (Alberico dibuja un círculo: la tierra. Sigue dibujando dentro del círculo. Reconozco el Este de Europa y de África, la mitad Sur de Asia, un trozo de Australia, islas, golfos. Sin embargo, ciertos istmos mudados en estrechos y viceversa, ciertas deformaciones en los contornos de las costas me llaman la atención. Alberico lo mira y sonríe con la intensa dulzura habitual).
         Alberico. - La geografía no era lo que es hoy. Los mares reforman incesantemente sus orillas. Todo cambia. (Señala con la mina un lugar de la costa no lejano del Cambodge actual). Aquí se quedaron los rebeldes. Esta es vuestra cuna.
         Yo. - ¡Cómo!
         Alberico. - De los rebeldes brotó la humanidad, tu humanidad. El abuso de las faenas innobles fue robusteciendo, hinchando y estirando su carne. Se hicieron gigantes de cuerpo, y enanos de conciencia. Se condenaron a no pasar de la cáscara del Cosmos. Cultivaron las ciencias exteriores, y perdieron la visión directa de la verdad. Se extendieron por la superficie de los continentes. En cuanto a los a-imdlis, se retiraron a las intimidades de la naturaleza, renunciaron al error, y su reino inmaterial se ensanchaba a medida que se ensanchaba el reino material de los hombres.
         (Ante mi fantasía, la frente calva de Alberico se agrandaba hasta igualar la bóveda celeste. Intenté, por fórmula, defender las maravillas del progreso a la moda).
         Yo. - Las ciencias exteriores son modernas. Estamos inventando aún...
         Alberico. - ¡Modernas! Es que estáis desprovistos del sentido de la historia. Tan pronto os creéis descendientes de los dioses como de los animales. Ignoráis, hermanos abortados, que ésta es la octava vez que pedís a la física la felicidad. No hacéis por desdicha memoria de los siete fracasos precedentes; la física tiene un límite absoluto, puesto que es lógica y sensual; ciegos y obstinados, corréis a la muralla negra contra la cual os estrellaréis de nuevo, y os sobrevendrá el octavo período de anarquía inculta y de ferocidad. Estáis enfermos. La crueldad y la codicia son vuestros síntomas. ¿Quién, si no un enfermo, se odia a sí mismo y se despedaza con sus propias uñas? Raro es que los a-imdlis espíen a los hombres; cuando la casualidad nos ha permitido contemplaros, hemos comparado nuestra paz serena con vuestras guerras emponzoñadas. Y lo triste es que conservéis todavía un vago instinto de la luz. A través de vuestros párpados sellados percibís confusamente la claridad del sol. La belleza os atrae con el misterio de lo inaccesible; vuestras religiones impotentes se desploman unas tras otras, y a vuestros dolores se añade el de sentiros extraviados sin remedio en la noche. No nos interesan, ni conocemos los detalles de vuestra existencia. Huimos de vosotros. Una armonía justa nos une, a nosotros videntes, con los demás organismos naturales. El tigre y el águila nos respetan. Aunque fuera de vuestro alcance por lo común, lo cierto es que sois las únicas bestias que tememos.
         Yo. - (Picado). ¡Ah! ¿Por eso temblaste cuando te agarré y te metí en mi bolsillo?
         Alberico.- (Impasible) Me estremecí, no de miedo, sino de contrariedad; recelaba no disponer de espacio para prepararme a morir, mas inmediatamente juzgué que eras bueno y digno de mi confianza. Los a- imdlis no temen morir; esa idea les es familiar y venerada. Nuestra especie ha entrado ya en la sombra augusta de la muerte. Caduco estoy, y no he salido de la adolescencia. Nacen nuestros niños con arrugas; la vejez colectiva nos agota y el desenlace universal de cuanto alienta nos está cercano. La población diseminada de los a-imdlis se reduce día a día, y entre nuestras manos se hielan las cenizas del amor. Cargados de tiempo y de revelaciones, no tememos a la muerte, porque sabemos que la muerte no es contraria a la vida.
         (Alberico rechaza los papeles borroneados, que ordeno cuidadosamente, y bosteza. Es la hora de su comida. De bruces sobre la cuchara de leche bebe despacio. Luego muerde un pedacito de maní. Yo considero en silencio la actitud de aquel pequeñísimo, harapiento y formidable Diógenes).

         Laguna Porá, julio de 1907

         Pensaba yo en el caso de ese buen Nakens, condenado a nueve años de presidio por no haber querido ensuciarse con una delación cobarde. Me parecía natural que no se pueda aspirar a ser correcto ciudadano sin practicar el espionaje, y que en una época en que se paga tan bien la bajeza de alma se persiga sin piedad a las personas demasiado decentes. Lo cómico del negocio es que si Nakens hubiera denunciado a Morral, éste hubiera quizá prolongado su interesante existencia, algunos meses más, los del proceso. Por otra parte Morral sólo era culpable de tentativa de asesinato. Su modesta y única intención era la de matar al rey. No pensó un momento en las demás víctimas de la bomba. Estos apreciables miembros del séquito real perecieron por puro accidente, por equivocación. Su suerte se asemeja a la de los enterrados por el terremoto de la Martinica.
         Deseaba conversar del asunto con Alberico, el grandioso y diminuto Alberico, que estaba cabalmente en éxtasis. Su postura, en efecto, era propia de la meditación al tradicional estilo indio. Según aconseja Patandjali, estaba "sentado, con la columna vertebral y la cabeza recta, de modo que la respiración sea cómoda y las relaciones entre la médula espinal estén bien establecidas". Con la diferencia de que Patandjali habría tomado probablemente el método de los a-imdlis, mientras que Alberico lo heredaba por vía legítima. Arranqué a mi amigo de sus contemplaciones, y me propuse ponerle en los antecedentes del affaire Nakens, a lo que se prestó con gusto. Su paciencia conmigo es incansable. Hay en ella algo de paternal. Después de todo, ¿no soy uno de los fallidos descendientes de su raza? Debo ser para él un nieto atento y tratable, capaz de recibir, aunque sin comprenderlas a fondo, las simbólicas doctrinas de una sabiduría trascendental.
         Tardé tres horas en hacerle entender lo que son leyes y jueces. Noté que lo que se oponía a ello era en primer lugar su inteligencia propia; el pobre Alberico luchaba con lo absurdo. Admitidos por fin los jueces como hecho, nuevas dificultades se presentaron.
         Alberico. - Es manía curiosa esa que tenéis de confrontar las acciones individuales con una serie de antiguos documentos que llamas leyes, y es notable que haya quien se ocupe sistemáticamente en labor tan inútil y fastidiosa. Una ley escrita, y sobre todo escrita en el lenguaje falso y paupérrimo que hablas, ¿qué tiene de común con el mundo sintético, inmedible, misterioso, que se encierra en el menor acto humano? Perdónese tal paralelo en calidad de entretenimiento sandio, de juego de niños ociosos.
         Yo. -Es que los jueces, interpretando la ley, pasan de la teoría a la acción. Absuelven o castigan.
         Alberico. - ¿Se atreven a obrar? Ya es disparatado de por sí que las leyes existan, pero que se cumplan es monstruoso. ¡Cómo! ¿El juez, en una cuestión que no le importó personalmente, y sin perder la ridícula tranquilidad de su conciencia, se arriesga a herir a un semejante, o lo que es peor, a un extraño? ¿Porque le dan copiado un papel viejo, se figura saber lo que pasa debajo de un cráneo? ¿Se cree Dios? No; no es tan osado Dios mismo. Si tienes algún juez a tu disposición, tráemelo; no me prives del placer de examinarlo. Dices que castigan, que les echan de comer para que castiguen. ¿De qué manera castigan?
         Yo. - Quitan la libertad, a veces la vida.
         Alberico. - Quitan la libertad, envenenando y agotando los espíritus. Quitan la vida: no vacilan en desencadenar sobre un alma incógnita el majestuoso espanto de la muerte; no vacilan en golpear a las más altas y negras puertas del destino. Y esos jueces que matan, ¿duermen? Y matan, no en virtud de una pasión, de una locura, de una realidad cualquiera, sino en virtud de la vaciedad misma, en virtud de un razonamiento. He visto de lejos vuestras guerras, os he visto degollaros, quemaros vivos; lo hacíais en el delirio de vuestro ser. Lo que me revelas ahora es mucho más terrible; es una guerra fría y vil que ningún animal conoce.
         Yo.- (Contrariado).- Sin embargo, hay que defenderse de los que atentan contra la sociedad.
         Alberico. -Tal me la pintas, que me van complaciendo los que la amenazan. Mas suponiendo que vuestra sociedad sea respetable, perfecta, sublime, una de dos: o los delincuentes son sanos y normales, o no lo son. Si son normales vuestro deber es imitarlos. Si están enfermos, vuestro deber es curarlos. Todo menos agredirlos. No me asombra que, con tan estúpida higiene, la sociedad se encuentre cada día más debilitada. Así pues, ¿el juez se precipita sobre el criminal, y se lo lleva a casa prisionero, o lo asesina? ¿Elegiréis, sin duda, jueces jóvenes, de una musculatura imponente?
         Yo. - ¡Qué barbaridad! No es el juez quien ejecuta la sentencia. Manda a otros hombres que la ejecuten.
         Alberico. - ¡Ah! Estos hombres, por lo visto, ¿están de acuerdo con el juez en cuanto a lo justo de la sentencia?
         Yo.- (Fastidiado). No. Son por lo general gente inculta, que ignora completamente de qué se trata. Obedecen, y punto concluido.
         Alberico. - Te aseguro que mi juicio es sólido, y al oírte temo soñar. ¡Había hombres que mataban por un razonamiento, y hete que los hay que matan sin razonamiento siquiera. ¿Y de cierto que esos ejecutores, sin los cuales las leyes no se cumplirían jamás, serán muy respetados entre vosotros?
         Yo. - Nada de eso. Son despreciados como carceleros, espías y verdugos.
         Alberico. -Y a los jueces ¿se les respeta?
         Yo. - (En voz baja). A ellos, sí.
         Alberico. - ¿No habéis descubierto entonces que los carceleros, los espías y los verdugos son los jueces, que no es la mano la maldita, sino la voluntad? Basta. No escucharé más. Decididamente estáis graves de salud. ¿Para qué seguir adelante? El tronco está emponzoñado; dejemos los frutos.
         Y aquí se acabó el caso Nakens. Alberico tornó a sus meditaciones, y yo traduje y resumí, para enviársela a ustedes, esta conversación en que se manifiesta lo poco que el gnomo filósofo entiende nuestras costumbres.

         Laguna Porá, julio de 1907

         Hacía ya muchos días que Alberico, recostado en su lecho minúsculo, humedecía apenas sus áridos labios en la dosis de leche que ahora fija yo le presentaba, y salía con grave trabajo de un mutismo que me llenaba de incertidumbre. Alentaba levemente; enfermo, según lo denunciaban su demacración y palidez crecientes y la fijeza de sus dilatadas pupilas, ¿por qué él, que lo sabía todo, no me decía lo que era necesario hacer? A mis inquietas preguntas contestaba con un sereno ademán de indiferencia. Me convencí al cabo de que se había dado cita con la muerte, y de que no quería comprometer en nada la exactitud y la seriedad de la entrevista.
         Este moribundo, que no era por su apariencia exigua menos digno de un fin grandioso, me tenía lástima. Ante las visiones del solemne crepúsculo, que empezaban a bañarle, debía yo parecerle muy pequeño. Al prepararse al último tránsito, no temía la sombra que le esperaba, sino los engañosos reflejos en que me dejaba a mí. Yo leía tal piedad en las pocas y profundas miradas que caían de sus cavadas órbitas. Sin fuerzas ya para levantar el lápiz, todavía consiguió legarme parte de su espíritu, que atado siempre a las raíces de un pasado inmemorial, se abría a las inminentes y definitivas revelaciones, la voz tenue de Alberico y los gestos lentos de sus dedos, pálidos y flacos como aristas de marfil, bastaron a trasmitirme algunas fórmulas que he recogido con filial solicitud.
         "No te preocupe el verme separado de mis amigos y de mis semejantes, y extraviado en una región ajena a mis costumbres. Voy a morir, lo que anuncia que voy a ser investido de nuevos privilegios, que voy a recibir nuevas armas para dominar el espacio y el tiempo, tan abrumadores aquí abajo. Una vez libre, volveré a los bellos instantes de la carrera concluida; visitaré a los nobles compañeros de viaje. Morir es el medio mejor de unirnos a los vivos.
         "Sólo envejecen los viejos; la juventud es eterna. Los que han vivido verdaderamente no pueden ser aniquilados. Ni son las tinieblas las que apagan la luz, ni es la muerte capaz, de detener a la vida. Tiemblen a la idea de la muerte los que vivieron muertos, pero no nosotros.
         "La muerte es una de las puertas que dan a la realidad invisible. Los hombres que no tienen más que ojos de carne, los sabios que, según me has contado, añaden a los ojos de carne ojos de vidrio, se figuran que lo invisible no existe. Así, en un orden grosero, necesitaron siglos y siglos para descubrir que existía el aire que respiraban. La vida es un aire sutil, invisible y veloz, cuyos remolinos agitan un instante el polvo que duerme en los rincones. El inmortal torbellino pasa, torna a la pura atmósfera, torna a ser invisible, y el polvo se desploma inerte en su rincón. Los sabios no ven más que el polvo: palpan minuciosamente los cadáveres.
         "Considero que tus obras son efímeras. Las acabas con impaciencia, y las despides de tu lado para que cumplan no sé qué misión exigente y fútil. No te expongas a que sucumban a su misma insignificancia, lejos de quien las engendró. No seas de esos padres malditos que sobreviven a su prole. La única obra importante es la propia vida. Encierra su armonía en el interior de tu ser. Concentra su aroma en el fondo del frasco; al morir perfumarás el mundo. No llegues vacío a la muerte. No permitas que se desgajen tus ramas. Guarda tus frutos hasta que la madurez extrema los haga inclinarse al suelo. Lícito es el amor con que intentamos copiar los misterios interiores sobre el papel y el lienzo, y moldearlos en mármol y en bronce; mas no creas que tu labor visible es la más trascendente, ni que está en tus manos mortales aumentar la riqueza espiritual. El pensamiento, al tomar forma, se resigna a la pesadez y a la inercia de la materia en que se cuaja; cuando perdura palpitante y oculto en nuestros sueños, son más poderosas sus alas invisibles.
         "No te propongas convencer, sino conmover. Lo esencial no es saber, sino soñar. La verdad no se demuestra. Se sueña. Sólo se demuestra la mentira. Si naciste para ello, haz soñar a los hombres y no desees que sueñen lo que tú.
         "Se paciente con los malos, con los que no salieron de la infancia, Cuanto más estúpidos y crueles sean los hombres, tanto más necesitarán de tu compasión, y tanto más provechoso será compadecerlos.
         "Piensa todos los días en la muerte, y tu obra resplandecerá de vida".

         Una noche, Alberico se extinguió dulcemente. Como, a mi regreso a la capital, he notado que la mayoría de mis lectores suponen ser este curioso personaje invención mía, sospecho que no hallarán crédito los fenómenos extraños que acaecieron durante la noche mencionada, y que constan a continuación: no se logró encender en la casa lámpara, candil, hogar, ni fuego, ni llama algunos; en contradicción con el estado del tiempo se esparció una niebla ligera por varios kilómetros a la redonda; esta niebla, a pesar de no haber luna, despedía una claridad espectral; se me figuró que flotaban en su seno seres descomunales y borrosos, y que la eléctrica tibieza del ambiente se estremecía de un modo apenas perceptible. Todo terminó a la aurora.
         Los restos de Alberico reposan al pie del más añoso naranjo de Laguna Porá. Ellos, si es que alguien se atreve a profanarlos, atestiguarán lo auténtico de mis informaciones.

Rafael Barrett (1879 - 1910)
Kazu Rainz