Les quiero compartir un cuento hecho por un español llamado Rafael Barret que vivió aquí en mi país que es el Paraguay, escribió bellísimas cosas y me encantaría con este cuento embellecerlos a ustedes de mucha sabiduría.
Espero que les guste aquí va...
ALBERICO
Laguna Porá, junio de 1907
Lo que me sucede es extraordinario. Lo contaré sin esperanza de que se me crea.
Estoy en el caso de los inventores de genio que tuvieron la desdicha de ser los
primeros en descubrir una verdad importante y fueron satirizados en
consecuencia como embusteros o locos y perseguidos como perturbadores del orden
social. Lo menos que puede acontecerme es caer en ridículo, con la desventaja
de no deberlo al propio mérito, sino a la casualidad. Gracias a una casualidad
extrema he sabido que hay otros hombres que nosotros. Pero la sencilla y
auténtica narración de lo acaecido será más elocuente que cualquier comentario.
He aquí los hechos:
Una tarde en que, a causa quizá del repentino viento, nos encontramos libres de
mosquitos, me propuse pasear a pie por los alrededores. De vuelta a casa, ya
cercana la noche y desmayada la brisa, venía costeando un bosque misterioso,
cuyo cimiento innumerable y retorcido salía de la tierra en el desorden de una
desesperación paralizada. Los troncos, semejantes a gruesas raíces desnudas,
multiplicaban sus miembros impacientes de asir, de enlazar, de estrangular; la
vida era allí un laberinto inmóvil y terrible; las lianas infinitas bajaban del
vasto follaje a envolver y, apretar y ahorcar con inextricables nudos los
fustes gigantescos. Un vaho fúnebre subía del suelo empapado en savias acres,
humedades detenidas y podredumbres devoradoras. Bajo la bóveda del ramaje
sombrío se abrían concavidades glaciales de cueva donde el vago horror del
crepúsculo adivina emboscada a la muerte, y tan sólo alguna flor del aire,
suspendida en el vacío como un insecto maravilloso, sonreía al azar con la
inocencia de sus cálices sonrosados.
Impresionado y atento, vi de pronto oscilar los juncos a tres pasos delante de
mí. ¿Víbora? Más bien sapo, pájaro herido... La oscilación era irregular y
desorientada. Avancé, me incliné. Era un hombre: se había detenido al sentirse
acosado.
Un hombre de un palmo de altura. Llevaba una especie de manto. Era un viejo. Su
calva, su barba gris, sus pies descalzos, la angustia de sus ojos enternecieron
mi asombro. Aquello era un hombre. Era evidente que era un hombre, y esa
evidencia me trastornaba.
Absurdo que me entendiera, y sin embargo le hablé. Oí que de su garganta se
desprendían sonidos débiles e incomprensibles. Alargué los brazos y noté que
temblaba imperceptiblemente. Me agaché y lo agarré. Creí un momento que se
desvanecía, porque sus párpados diminutos y pálidos se cerraron. Me lo metí con
gran cuidado en el bolsillo y eché a andar absorto, casi estúpido. Traía a un
viejo en el bolsillo. Evidente. No acertaba a pensar nada razonable.
De cuando en cuando palpaba el bulto delicadamente. Un pequeño sobresalto, y se
quedaba quieto. El viejecito no había intentado ninguna resistencia. Me ocurrió
la idea de que era inteligente, y la realidad palpable y trascendental de la
aventura me oprimió el corazón. Después recordé ejemplos de enanos famosos y el
sistema japonés para conseguir árboles en maceta, y pasaron luego por mi
imaginación fábulas de gnomos y de silfos, y comprendí que no había nada de
eso, que aquel hombre era normal. ¿Normal? ¿Por qué no? Y mi espíritu por fin
emergió del mar enloquecido en que se ahogaba. Recobré mi conciencia completa,
mi presencia mental. ¿Por qué no? ¿Y si los anormales somos nosotros?
Llegamos a casa, me encerré en mi cuarto, encendí la lámpara y coloqué al viejo
liliputiense sobre la mesa. Hizo un gesto de espanto y de aversión a la luz, y
se desplomó agotado. El chasquido de sus huesecillos contra la madera me
conmovió hondamente. Corrí por un pañuelo de seda que me suelo poner al cuello
y que doblé, y sobre el cual acosté al desgraciado, ovillándole de la misma
pieza una almohadita. Le acomodé al lado de una cuchara en equilibrio, llena de
leche. Entonces levantó las manos en ademán solemne de agradecimiento, de
plegaria o de bendición: el manto se entreabrió, y un cuerpo flaco y liso, de
tonos de marfil, apareció un instante. Tal vez se hubiera reído alguien de
tanta miseria microscópica. Yo no tomé al viejecito por una caricatura de la
humanidad, sino por la humanidad misma, y su actitud me pareció tan grandiosa y
patética como si la hubiera contemplado en la estatua de un Dios.
El hombre se tendió de largo a largo, y se quedó dormido. Le abrigué todavía y
le examiné sin miedo a molestarle. El matiz de su piel era dorado, sus
facciones finísimas, ligeramente asiáticas. Su pecho palpitaba suavemente, y
yo, penetrado de ansiedad curiosa y de indefinible respeto, no me cansaba de
mirar las órbitas donde se recortaba un doble círculo de preñadas tinieblas, y
la frente, brillante y menudísima cúpula, bajo la cual habitaba la inmensidad
del pensamiento.
Han transcurrido diez días. Alberico y yo somos amigos. He hecho mal en
llamarle así, pues no le mueven ambiciones por el estilo de las nuestras; no
busca el oro ni forja espadas; mas no me animé a quitarle este nombre ameno. A
Alberico le sienta bien la leche. Cuando me enteré de que era vegetariano,
añadí al menú una almendra partida o un pedacito de naranja. Sus demás
necesidades no son fastidiosas. Vive sobre mi mesa, y conversamos mucho. El
medio principal de entendernos consiste en una hoja de papel blanco, Alberico
empuña un trozo de mina de lápiz, y empieza la charla, interminable, secreta.
Yo bajo sigilosamente la voz, él la alza un poco, y nadie sospecha nada.
Quise al principio aprender su lenguaje, pero no tardé en darme cuenta de que
Alberico es incomparablemente más listo que yo. Él fue quien aprendió con
velocidad vertiginosa las tres cuartas partes de nuestro vocabulario usual. Sin
duda, lo debe al prodigio de su memoria fonética; no obstante, nuestro recurso
decisivo está en las figuras. Alberico dibuja con precisión y rapidez que
aturden, a pesar de esforzarse en agrandar los diagramas para facilitarme su
lectura. Esta gimnasia no le fatiga demasiado. Él se lo hace todo. Pinta y
explica, interroga; contesto y jamás olvida. Me brinda el camino para ir hasta
él; en efecto, no le costaría comunicárseme con la sola ayuda del lápiz. La
expresión de cuanto retrata admira. Vacilo en calificarlo de arte, porque los
diseños, con su intensa expresión y todo, no son sintéticos, sino analíticos.
Sugieren conceptos abstractos a la vez que escenas vivas. Las imágenes de
Alberico son signos, metáforas, razonamientos. Filosofa bosquejando objetos y
paisajes familiares. ¿Cómo entrar en psicologías sin reproducir la colección
preciosa que guardo en mis cajones? Agregaré solamente que el idioma de
Alberico es de una variedad suntuosa y musical, inspirada y continua; induzco
que las formas estéticas, para nosotros excepcionales y desprovistas de
contenido ideológico universal, sirven a Alberico y a los de su raza como
vehículo de ideas puras y de sensaciones plásticas a un tiempo.
¿Qué me ha dicho Alberico? Tales cosas, que voy creyendo que el enano soy yo, y
el gigante, él. Desde que mi alma está en contacto con la suya, el mundo se ha
ensanchado y embellecido. Pero es largo de contar. Comenzaré en la carta
próxima.
Laguna Porá, julio de 1907
Cualquiera que entrara en mi cuarto (forzando las puertas) cuando conferencio
con Alberico, se asombraría primero y se echaría a reír después, al verme
sentado a la mesa ante un viejecito que si se empina sobre ella no alcanza a mi
hombro. Alberico tiene exactamente, según he verificado, dieciséis centímetros
de talla. Al iniciar nuestras conversaciones, siento lo cómico del espectáculo,
pero bastan algunos momentos de comunicación espiritual para desvanecer todo
efecto equívoco. Alberico empieza en seguida a crecer, y yo a comprender una
vez más que las cosas son pura apariencia, y el universo inmensa máscara. La
inteligencia soberana del hombre diminuto se apodera de mí, y bebo en aquella
fuente imperceptible realidades nuevas, capaces de refrescar el marchito jardín
del mundo.
En una carta anterior di mediana cuenta de cómo nos entendemos. Puedo asegurar
que mi lenguaje viene a ser un caso particular del lenguaje enorme, musical y
pictórico de Alberico. Pocas sesiones le bastarán a él para enterarse de
nuestra pobre civilización, mientras que yo no conseguiré nunca apreciar la
profunda y complicada vida de mi amigo y de sus congéneres. Reduciré a la forma
vulgar los diálogos gráfico-fonéticos que hemos sostenido hasta la fecha, y los
que sostengamos. Abrigo el dulce proyecto de guardar a Alberico a mi lado, y de
oír y recoger su opinión sobre las actualidades morales y políticas. Entretanto,
he satisfecho parte de mi curiosidad acerca de los a-imdlis. Me atrevo a
significar de este modo la raza a que Alberico pertenece. No es que él la haya
llamado así; creo que los a-imdlis no tiranizan las palabras, imponiéndolas
forma fija, y haciéndolas corresponder siempre a los mismos objetos; quizá no
conciben objetos invariables. Para comodidad del lector usaré de esas tres
melodiosas sílabas que semejantes a un leit motiv wagneriano, vuelven a los
labios de Alberico cuando se ocupa de sus compañeros. Confieso, a mayor
humillación mía y de ustedes, que mi huésped no se manifestó tan impaciente de
conocer nuestras costumbres como yo de conocer las suyas.
Yo. - ¿...?
Alberico. - Los hombres son numerosos cual las hojas de una selva; los a-imdlis
son menos numerosos que las hojas de un árbol. Viven de frutas y raíces; se
guarecen bajo tierra; van desnudos. A veces se abrigan con un manto sutil, que
toman al olvidado telar de algún insecto.
(Observo el manto de Alberico, y compruebo que parece obra de arañas).
Yo. -¿No trabajáis? ¿No explotáis ninguna industria? ¿No construís nada? ¿No
poseéis máquinas?
Alberico. -¡Ahora no! En una época remotísima cuando los aimdlis eran unos
salvajes, tenían máquinas e industrias. Llegaron a dominar el globo y a
transportarse a los planetas más próximos. Los seres que encontraron allí eran
en tal extremo extraños, que no fue posible tender un puente hasta sus almas, y
los a-imdlis, penetrados de nostalgia y desesperación, tornaron a su patria.
Fueron necesarios colosales lapsos para que descubrieran que las máquinas los
disminuían, invistiéndolos de un poder falso; descubrieron al fin que sólo
conquistaban lo que era inferior a ellos mismos, y que urgía restablecer las
energías interiores, únicas esenciales.
Yo. - ¿Lo ejecutaron así?
Alberico. - No todos. Una pequeña porción persistió en el estado bárbaro,
conservando sus máquinas.
(Alberico dibuja un círculo: la tierra. Sigue dibujando dentro del círculo.
Reconozco el Este de Europa y de África, la mitad Sur de Asia, un trozo de
Australia, islas, golfos. Sin embargo, ciertos istmos mudados en estrechos y
viceversa, ciertas deformaciones en los contornos de las costas me llaman la
atención. Alberico lo mira y sonríe con la intensa dulzura habitual).
Alberico. - La geografía no era lo que es hoy. Los mares reforman
incesantemente sus orillas. Todo cambia. (Señala con la mina un lugar de la
costa no lejano del Cambodge actual). Aquí se quedaron los rebeldes. Esta es
vuestra cuna.
Yo. - ¡Cómo!
Alberico. - De los rebeldes brotó la humanidad, tu humanidad. El abuso de las
faenas innobles fue robusteciendo, hinchando y estirando su carne. Se hicieron
gigantes de cuerpo, y enanos de conciencia. Se condenaron a no pasar de la
cáscara del Cosmos. Cultivaron las ciencias exteriores, y perdieron la visión
directa de la verdad. Se extendieron por la superficie de los continentes. En
cuanto a los a-imdlis, se retiraron a las intimidades de la naturaleza,
renunciaron al error, y su reino inmaterial se ensanchaba a medida que se
ensanchaba el reino material de los hombres.
(Ante mi fantasía, la frente calva de Alberico se agrandaba hasta igualar la
bóveda celeste. Intenté, por fórmula, defender las maravillas del progreso a la
moda).
Yo. - Las ciencias exteriores son modernas. Estamos inventando aún...
Alberico. - ¡Modernas! Es que estáis desprovistos del sentido de la historia.
Tan pronto os creéis descendientes de los dioses como de los animales.
Ignoráis, hermanos abortados, que ésta es la octava vez que pedís a la física
la felicidad. No hacéis por desdicha memoria de los siete fracasos precedentes;
la física tiene un límite absoluto, puesto que es lógica y sensual; ciegos y
obstinados, corréis a la muralla negra contra la cual os estrellaréis de nuevo,
y os sobrevendrá el octavo período de anarquía inculta y de ferocidad. Estáis
enfermos. La crueldad y la codicia son vuestros síntomas. ¿Quién, si no un
enfermo, se odia a sí mismo y se despedaza con sus propias uñas? Raro es que
los a-imdlis espíen a los hombres; cuando la casualidad nos ha permitido
contemplaros, hemos comparado nuestra paz serena con vuestras guerras
emponzoñadas. Y lo triste es que conservéis todavía un vago instinto de la luz.
A través de vuestros párpados sellados percibís confusamente la claridad del
sol. La belleza os atrae con el misterio de lo inaccesible; vuestras religiones
impotentes se desploman unas tras otras, y a vuestros dolores se añade el de
sentiros extraviados sin remedio en la noche. No nos interesan, ni conocemos
los detalles de vuestra existencia. Huimos de vosotros. Una armonía justa nos
une, a nosotros videntes, con los demás organismos naturales. El tigre y el
águila nos respetan. Aunque fuera de vuestro alcance por lo común, lo cierto es
que sois las únicas bestias que tememos.
Yo. - (Picado). ¡Ah! ¿Por eso temblaste cuando te agarré y te metí en mi
bolsillo?
Alberico.- (Impasible) Me estremecí, no de miedo, sino de contrariedad;
recelaba no disponer de espacio para prepararme a morir, mas inmediatamente
juzgué que eras bueno y digno de mi confianza. Los a- imdlis no temen morir;
esa idea les es familiar y venerada. Nuestra especie ha entrado ya en la sombra
augusta de la muerte. Caduco estoy, y no he salido de la adolescencia. Nacen
nuestros niños con arrugas; la vejez colectiva nos agota y el desenlace
universal de cuanto alienta nos está cercano. La población diseminada de los
a-imdlis se reduce día a día, y entre nuestras manos se hielan las cenizas del
amor. Cargados de tiempo y de revelaciones, no tememos a la muerte, porque
sabemos que la muerte no es contraria a la vida.
(Alberico rechaza los papeles borroneados, que ordeno cuidadosamente, y bosteza.
Es la hora de su comida. De bruces sobre la cuchara de leche bebe despacio.
Luego muerde un pedacito de maní. Yo considero en silencio la actitud de aquel
pequeñísimo, harapiento y formidable Diógenes).
Laguna Porá, julio de 1907
Pensaba yo en el caso de ese buen Nakens, condenado a nueve años de presidio
por no haber querido ensuciarse con una delación cobarde. Me parecía natural
que no se pueda aspirar a ser correcto ciudadano sin practicar el espionaje, y
que en una época en que se paga tan bien la bajeza de alma se persiga sin
piedad a las personas demasiado decentes. Lo cómico del negocio es que si
Nakens hubiera denunciado a Morral, éste hubiera quizá prolongado su
interesante existencia, algunos meses más, los del proceso. Por otra parte
Morral sólo era culpable de tentativa de asesinato. Su modesta y única
intención era la de matar al rey. No pensó un momento en las demás víctimas de
la bomba. Estos apreciables miembros del séquito real perecieron por puro
accidente, por equivocación. Su suerte se asemeja a la de los enterrados por el
terremoto de la Martinica.
Deseaba conversar del asunto con Alberico, el grandioso y diminuto Alberico,
que estaba cabalmente en éxtasis. Su postura, en efecto, era propia de la meditación
al tradicional estilo indio. Según aconseja Patandjali, estaba "sentado,
con la columna vertebral y la cabeza recta, de modo que la respiración sea
cómoda y las relaciones entre la médula espinal estén bien establecidas".
Con la diferencia de que Patandjali habría tomado probablemente el método de
los a-imdlis, mientras que Alberico lo heredaba por vía legítima. Arranqué a mi
amigo de sus contemplaciones, y me propuse ponerle en los antecedentes del
affaire Nakens, a lo que se prestó con gusto. Su paciencia conmigo es
incansable. Hay en ella algo de paternal. Después de todo, ¿no soy uno de los
fallidos descendientes de su raza? Debo ser para él un nieto atento y tratable,
capaz de recibir, aunque sin comprenderlas a fondo, las simbólicas doctrinas de
una sabiduría trascendental.
Tardé tres horas en hacerle entender lo que son leyes y jueces. Noté que lo que
se oponía a ello era en primer lugar su inteligencia propia; el pobre Alberico
luchaba con lo absurdo. Admitidos por fin los jueces como hecho, nuevas
dificultades se presentaron.
Alberico. - Es manía curiosa esa que tenéis de confrontar las acciones
individuales con una serie de antiguos documentos que llamas leyes, y es notable
que haya quien se ocupe sistemáticamente en labor tan inútil y fastidiosa. Una
ley escrita, y sobre todo escrita en el lenguaje falso y paupérrimo que hablas,
¿qué tiene de común con el mundo sintético, inmedible, misterioso, que se
encierra en el menor acto humano? Perdónese tal paralelo en calidad de
entretenimiento sandio, de juego de niños ociosos.
Yo. -Es que los jueces, interpretando la ley, pasan de la teoría a la acción.
Absuelven o castigan.
Alberico. - ¿Se atreven a obrar? Ya es disparatado de por sí que las leyes
existan, pero que se cumplan es monstruoso. ¡Cómo! ¿El juez, en una cuestión
que no le importó personalmente, y sin perder la ridícula tranquilidad de su
conciencia, se arriesga a herir a un semejante, o lo que es peor, a un extraño?
¿Porque le dan copiado un papel viejo, se figura saber lo que pasa debajo de un
cráneo? ¿Se cree Dios? No; no es tan osado Dios mismo. Si tienes algún juez a
tu disposición, tráemelo; no me prives del placer de examinarlo. Dices que castigan,
que les echan de comer para que castiguen. ¿De qué manera castigan?
Yo. - Quitan la libertad, a veces la vida.
Alberico. - Quitan la libertad, envenenando y agotando los espíritus. Quitan la
vida: no vacilan en desencadenar sobre un alma incógnita el majestuoso espanto
de la muerte; no vacilan en golpear a las más altas y negras puertas del
destino. Y esos jueces que matan, ¿duermen? Y matan, no en virtud de una
pasión, de una locura, de una realidad cualquiera, sino en virtud de la
vaciedad misma, en virtud de un razonamiento. He visto de lejos vuestras
guerras, os he visto degollaros, quemaros vivos; lo hacíais en el delirio de
vuestro ser. Lo que me revelas ahora es mucho más terrible; es una guerra fría
y vil que ningún animal conoce.
Yo.- (Contrariado).- Sin embargo, hay que defenderse de los que atentan contra
la sociedad.
Alberico. -Tal me la pintas, que me van complaciendo los que la amenazan. Mas
suponiendo que vuestra sociedad sea respetable, perfecta, sublime, una de dos:
o los delincuentes son sanos y normales, o no lo son. Si son normales vuestro
deber es imitarlos. Si están enfermos, vuestro deber es curarlos. Todo menos
agredirlos. No me asombra que, con tan estúpida higiene, la sociedad se
encuentre cada día más debilitada. Así pues, ¿el juez se precipita sobre el
criminal, y se lo lleva a casa prisionero, o lo asesina? ¿Elegiréis, sin duda,
jueces jóvenes, de una musculatura imponente?
Yo. - ¡Qué barbaridad! No es el juez quien ejecuta la sentencia. Manda a otros
hombres que la ejecuten.
Alberico. - ¡Ah! Estos hombres, por lo visto, ¿están de acuerdo con el juez en
cuanto a lo justo de la sentencia?
Yo.- (Fastidiado). No. Son por lo general gente inculta, que ignora completamente
de qué se trata. Obedecen, y punto concluido.
Alberico. - Te aseguro que mi juicio es sólido, y al oírte temo soñar. ¡Había
hombres que mataban por un razonamiento, y hete que los hay que matan sin
razonamiento siquiera. ¿Y de cierto que esos ejecutores, sin los cuales las
leyes no se cumplirían jamás, serán muy respetados entre vosotros?
Yo. - Nada de eso. Son despreciados como carceleros, espías y verdugos.
Alberico. -Y a los jueces ¿se les respeta?
Yo. - (En voz baja). A ellos, sí.
Alberico. - ¿No habéis descubierto entonces que los carceleros, los espías y
los verdugos son los jueces, que no es la mano la maldita, sino la voluntad?
Basta. No escucharé más. Decididamente estáis graves de salud. ¿Para qué seguir
adelante? El tronco está emponzoñado; dejemos los frutos.
Y aquí se acabó el caso Nakens. Alberico tornó a sus meditaciones, y yo traduje
y resumí, para enviársela a ustedes, esta conversación en que se manifiesta lo
poco que el gnomo filósofo entiende nuestras costumbres.
Laguna Porá, julio de 1907
Hacía ya muchos días que Alberico, recostado en su lecho minúsculo, humedecía
apenas sus áridos labios en la dosis de leche que ahora fija yo le presentaba,
y salía con grave trabajo de un mutismo que me llenaba de incertidumbre.
Alentaba levemente; enfermo, según lo denunciaban su demacración y palidez
crecientes y la fijeza de sus dilatadas pupilas, ¿por qué él, que lo sabía
todo, no me decía lo que era necesario hacer? A mis inquietas preguntas
contestaba con un sereno ademán de indiferencia. Me convencí al cabo de que se
había dado cita con la muerte, y de que no quería comprometer en nada la
exactitud y la seriedad de la entrevista.
Este moribundo, que no era por su apariencia exigua menos digno de un fin
grandioso, me tenía lástima. Ante las visiones del solemne crepúsculo, que
empezaban a bañarle, debía yo parecerle muy pequeño. Al prepararse al último
tránsito, no temía la sombra que le esperaba, sino los engañosos reflejos en
que me dejaba a mí. Yo leía tal piedad en las pocas y profundas miradas que
caían de sus cavadas órbitas. Sin fuerzas ya para levantar el lápiz, todavía
consiguió legarme parte de su espíritu, que atado siempre a las raíces de un
pasado inmemorial, se abría a las inminentes y definitivas revelaciones, la voz
tenue de Alberico y los gestos lentos de sus dedos, pálidos y flacos como
aristas de marfil, bastaron a trasmitirme algunas fórmulas que he recogido con
filial solicitud.
"No te preocupe el verme separado de mis amigos y de mis semejantes, y
extraviado en una región ajena a mis costumbres. Voy a morir, lo que anuncia
que voy a ser investido de nuevos privilegios, que voy a recibir nuevas armas
para dominar el espacio y el tiempo, tan abrumadores aquí abajo. Una vez libre,
volveré a los bellos instantes de la carrera concluida; visitaré a los nobles
compañeros de viaje. Morir es el medio mejor de unirnos a los vivos.
"Sólo envejecen los viejos; la juventud es eterna. Los que han vivido
verdaderamente no pueden ser aniquilados. Ni son las tinieblas las que apagan
la luz, ni es la muerte capaz, de detener a la vida. Tiemblen a la idea de la
muerte los que vivieron muertos, pero no nosotros.
"La muerte es una de las puertas que dan a la realidad invisible. Los
hombres que no tienen más que ojos de carne, los sabios que, según me has
contado, añaden a los ojos de carne ojos de vidrio, se figuran que lo invisible
no existe. Así, en un orden grosero, necesitaron siglos y siglos para descubrir
que existía el aire que respiraban. La vida es un aire sutil, invisible y
veloz, cuyos remolinos agitan un instante el polvo que duerme en los rincones.
El inmortal torbellino pasa, torna a la pura atmósfera, torna a ser invisible,
y el polvo se desploma inerte en su rincón. Los sabios no ven más que el polvo:
palpan minuciosamente los cadáveres.
"Considero que tus obras son efímeras. Las acabas con impaciencia, y las
despides de tu lado para que cumplan no sé qué misión exigente y fútil. No te
expongas a que sucumban a su misma insignificancia, lejos de quien las
engendró. No seas de esos padres malditos que sobreviven a su prole. La única
obra importante es la propia vida. Encierra su armonía en el interior de tu
ser. Concentra su aroma en el fondo del frasco; al morir perfumarás el mundo.
No llegues vacío a la muerte. No permitas que se desgajen tus ramas. Guarda tus
frutos hasta que la madurez extrema los haga inclinarse al suelo. Lícito es el
amor con que intentamos copiar los misterios interiores sobre el papel y el
lienzo, y moldearlos en mármol y en bronce; mas no creas que tu labor visible
es la más trascendente, ni que está en tus manos mortales aumentar la riqueza
espiritual. El pensamiento, al tomar forma, se resigna a la pesadez y a la
inercia de la materia en que se cuaja; cuando perdura palpitante y oculto en
nuestros sueños, son más poderosas sus alas invisibles.
"No te propongas convencer, sino conmover. Lo esencial no es saber, sino
soñar. La verdad no se demuestra. Se sueña. Sólo se demuestra la mentira. Si
naciste para ello, haz soñar a los hombres y no desees que sueñen lo que tú.
"Se paciente con los malos, con los que no salieron de la infancia, Cuanto
más estúpidos y crueles sean los hombres, tanto más necesitarán de tu
compasión, y tanto más provechoso será compadecerlos.
"Piensa todos los días en la muerte, y tu obra resplandecerá de
vida".
Una noche, Alberico se extinguió dulcemente. Como, a mi regreso a la capital,
he notado que la mayoría de mis lectores suponen ser este curioso personaje
invención mía, sospecho que no hallarán crédito los fenómenos extraños que
acaecieron durante la noche mencionada, y que constan a continuación: no se
logró encender en la casa lámpara, candil, hogar, ni fuego, ni llama algunos;
en contradicción con el estado del tiempo se esparció una niebla ligera por
varios kilómetros a la redonda; esta niebla, a pesar de no haber luna, despedía
una claridad espectral; se me figuró que flotaban en su seno seres descomunales
y borrosos, y que la eléctrica tibieza del ambiente se estremecía de un modo
apenas perceptible. Todo terminó a la aurora.
Los restos de Alberico reposan al pie del más añoso naranjo de Laguna Porá.
Ellos, si es que alguien se atreve a profanarlos, atestiguarán lo auténtico de
mis informaciones.
Rafael Barrett (1879 - 1910)
Kazu Rainz